TENDENCIAS
Juan Rubio realiza un retrato del plenipotenciario cardenal, hombre de Juan
Pablo II en Madrid, que soñó con una restauración de la España católica
Rouco, el sueño restaurador
PEDRO VALLÍN
Madrid
La
tentación simplificadora es magnética pues ayuda a entender un mundo
crecientemente complejo y exigente. Pero a menudo, si no siempre, supone una
traición a la verdad. Ese vicio (la pereza, por ser precisos) ha arrojado un
retrato público del cardenal Antonio María Rouco Varela como el de un
ultraortodoxo, un fanático, cuando no un ultraderechista. El fin de la era
Rouco (Península), de Juan Rubio (Fuerte del Rey, 1958), es un relato y un
retrato, tan reacio a la laudatio acrítica como a la demonización interesada
del recorrido de un hombre culto, astuto, esquivo y poderoso que ha dirigido
con mano de hierro la Conferencia Episcopal según la encomienda restauradora -o
contrarreformista, la precisión la ponga cada cual- que hiciera Juan Pablo II.
Rubio,
director de la revista cristiana Vida Nueva, arranca con la elocuente anécdota
del encuentro entre el cardenal Tarancón, en retirada, y el papa Wojtyla, en 1982.
La obsesión anticomunista del polaco enmudeció cualquier halago al relevante
papel del carismático cardenal en la transición democrática española. La
encomienda era muy otra: contener el socialcomunismo y la secularización de
España. Esa obsesión vaticana fue la que llevó, a corto plazo, a Ángel Suquía a
la Conferencia Episcopal (1987-1993), y a medio, pavimentó el ascenso del
gallego Antonio Rouco -que sucedería a Elías Yanes (1993-1999)- tanto como
condicionó su mandato, que ahora cesa.
Rubio
pone mucho empeño en describir el contexto diocesano que llevó a Rouco al
poder, pero también sus atributos y maneras, padres del éxito que obtuvo en
muchos de sus propósitos y del fracaso parcial de sus tres objetivos más
ambiciosos: la modificación del mapa de la enseñanza universitaria religiosa,
apoyando a la universidad madrileña San Dámaso en detrimento de las más
venerables de Salamanca, Bilbao y Pamplona. "Una de las graves
preocupaciones, además de la escasez de clero, era su formación teológica progresista",
explica Rubio.
En
segundo lugar, la consolidación de una plataforma mediática católica, apoyada
sobre todo en la Cope, una tarea en la que el éxito inicial acabó volviéndose
un desastre y obligó a una sonora rectificación. Rouco aspiró a ser Herrera
Oria y acabó convertido en un pequeño ciudadano Kane, dice Rubio citando al
periodista José Antonio Zarzalejos, una de las víctimas de lo que el autor
denomina "la pesadilla diaria" de la Cope, en alusión a la
intemperancia de Federico Jiménez Losantos.
Y, en
tercer lugar, recolocar a la Iglesia católica en el mapa de la política
española como actor indiscutido, propósito de resultado extraño, pues de los
tres presidentes de Gobierno con los que ha convivido Rouco, ha sido Zapatero
-contra cuyas leyes puso en la calle a un sector de los creyentes, obispos
incluidos- con quien acabó teniendo la relación más fluida (y no Aznar ni
Rajoy), aunque fuera por un mutuo pacto de no agresión que evitó el descalabro
logístico y financiero de la gran culminación de la era Rouco, su sueño
glorioso: la JMJ del 2011 en Madrid.
Trufado
de jugosos testimonios vaticanos y diocesanos, el libro ofrece claves -germanas
y jurídicas- del talante del cardenal, al tiempo que ilustra su obsesión por el
poder, su desdén a las órdenes religiosas, su simpatía por los nuevos
movimientos y su avezado manejo de los nombramientos de obispos. Con una
salvedad, las escurridizas diócesis catalanas, que siempre fueron "una
asignatura pendiente para él".
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