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domingo, 16 de febrero de 2014

"La literatura es el periodismo sin el agobio del cierre"


Así de claro hablaba, Alejo Carpentier, el escritor y autor de esa bella simbiosis entre Literatura y Periodismo, “El Siglo de las Luces”: “Si de algo me jacto, es de haber practicado todas las disciplinas del hermoso oficio de periodista. Yo he sido corrector de pruebas, traductor de cables, emplanador editorialista, columnista, reportero, asistente de reportero gráfico, jefe de redacción, director a ratos. Yo he hecho todas las disciplinas del periodismo. Las he ejercido y con igual alegría en cualquiera de sus sectores”

Ni es bizantina la cuestión, ni una absurda discusión sobre si “ son gagos o podencos”. Es bueno que el debate continúe para ir viendo,, si es que las hay, las fronteras entre Periodismo y Literatura.La Universidad San Jorge de Aragón creó un Grupo de Investigación al efecto.  Además, con la irrupción de mundo digital en la información, el tema se agudiza y el debate debe continuar a favor de ambos. (Cada vez son más los lectores que, dejando de lado las noticias, acuden a las columnas de opinión o a las páginas de cultura o suplementos de libros. Vendría bien releer “El escriba sentado” (Random House, 2001), de Vázquez Montalbán. Nunca fueron ajenos, ni se dieron la espalda Literatura y Periodismo; y en España, menos. Es algo que no necesitamos en su momento exportar de los americanos; ya lo teníamos antes de Capote, Wolfe o Mailer. En España, ya desde el XIX y hasta ahora, han ido muy juntos, amarraditos los dos. Los dos usan la palabra, aunque de forma distinta; los dos la respetan y veneran. “La palabra es el índice del pensamiento”, decía Séneca.
 
No sabemos qué hubiera pasado si en 1975, MiguelDelibes hubiera aceptado la oferta de dirigir El País, oferta reiterada en varias visitas a Valladolid de José Ortega Sportono y que el escritor castellano declinó, más por su estado de ánimo, pues unos meses antes había muerto su esposa, que por otra cosa, aunque luego dijo haberse alegrado. Y eso que hasta le ofrecían un coto de caca en Madrid. Pero Delibes, que durante treinta años se había dedicado al periodismo por las noches y a la literatura por las mañanas, prefirió seguir en su rincón pucelano. Es un ejemplo claro de la relación ente periodismo y literatura, “Cuando no tienes la prisa del periodismo, y das con la palabra, produce un gran placer. Ya he dicho que me parece que la literatura es el periodismo sin el agobio del cierre”.

En España nunca faltó la polémica y la diatriba sobre el tema. Algo comenzó a aclararse cuando a  Mariano de Cavia lo aceptaron como miembro de la Real Academia el 24 de febrero de 1916 con la letra “A”, aunque no llegara a ingresar debido a su estado de salud.

Pero ahí quedan periodistas ya envueltos en la literatura: Pérez Reverte, Manuel Vicent, Maruja Torres, Ángeles Caso Raúl del Pozo…o esos casos paradigmáticos de Hemingway y Garía Márquez. Interesante al respecto lo que escribió Juan Cruz. Y al revés,, escritores, metidos en los periódicos: Cela, Muñoz Molina, Almudena Grandes, Sánchez Ferlosio, Vargas Llosa y ese perfil, mezcla de ambos, Paco Umbral.

Queda el debate abierto.

sábado, 15 de febrero de 2014

Lo de Ceuta, la punta de un iceberg. Una vergüenza


Primero fueron nueve, pero ya son quince…y aún quedan, al parecer. Al fin y al cabo, para muchos, solo son números, pero cada uno es una tragedia. Todos ellos fallecieron en aguas próximas a la frontera del Tarajal, el único paso habilitado para el tránsito entre Ceuta y Marruecos. Se trataba de un grupo de 300 personas. Y no dejo de preguntarme.

Si esto sucedió en comienzos del siglo XX en Brasil, Venezuela u otros países de América Latina. los españoles que allí marcharon en masa. 

Si los trataron así en la masiva emigración de los años sesenta y setenta a Francia, Alemania, Bélgica..

Si a la nueva masa de emigrantes, los jóvenes que se marchan de España por la masiva expulsión de los gobernantes, socialistas o populares, en los últimos años, los tratan igual...

Pero si esto es preocupante, lo que más me preocupa es escuchar comentarios de calle y de café, en voz baja, por no ser políticamente correcto,  que “ya esta bien; que se queden en su casa; que aquí no los queremos”. Y es que aquí ni queremos a los inmigrantes, ni queremos a los jóvenes, ni queremos lo que no nos cuadres. Preferirmos echarlos. Eso es más lamentable, escuchar de voces, muy formadas y cultas ellas, esas barbaridades. Las he oído hoy y las vengo escuchando estos días. Y mientras me sonrío cuando leo cómo en la Alemania pre nazi, también se hablaba así de los judíos, de los gitanos, de los homosexuales, de los parias….

Esto es la punta de un iceberg. El Papa Francisco en Lampedusa fue más claro. Usó la palabra adecuada. Una vergüenza. Y quienes hacen esto, digo yo, unos sinvergüenzas.
Estamos incubando un mostruo…y de vez en cuando saca la cabeza. Lo de Ceuta es la punta d eun ivceberg.

La primera obra de H. Böll, un viaje para comprenderse y comprender.


El viaje es un tema recurrente en la literatura universal. Y los hay de muchos tipos. El novelista alemán Heinrich Böll (1917-1985) comenzó su carrera literaria una vez acaba la II Guerra Mundial, en 1949, mientras los alemanes intentan explicarse. Los escritores lo hacen en lo que se ha llamado “la literatura de los escombros”. La primera novela del escritor nacido en Colonia, premio nobel de literatura en 1971, es un viaje sentimental, un viaje espiritual para explicar la barbarie. ¡ Alemania necesitaba esa reflexión ¡ . El titulo de su primera novela “El tren llegó puntual”, (1949), una novela critica con su país, no sólo con los dirigentes y la clase social que había llevado a Alemania al desastre sino también con los dirigentes que quisieron mantener en un estado de dulce amnesia a la sociedad mientras se cimentaba el milagro alemán.

La trama se desarrolla en un tren que atraviesa Centroeuropa en 1944, cargado de soldados alemanes que se acercan al frente polaco, una historia universal de la desolación. De la mano del soldado Andreas, nos hace vivir durante todas sus páginas el horror del conflicto. Casi toda la novela se desarrolla de noche, una noche tan fría y tan real como todas y cada una de las noches de la guerra. Desde el principio, Andreas cree que va a morir, sabe que va a morir al final de ese trayecto que lo a algún lugar incógnito de Galitzia, “¡No quiero morir!”, piensa Andreas. La guerra ya se está perdiendo en todos los frentes, ni siquiera sabe contra quién va a luchar, pero el tren sigue circulando hacia su fatal destino, hacia el largo adiós que conduce a la muerte, y todo su pasado, porque ya apenas le queda presente, mientras las palabras se van hundiendo cada vez más en su interior.

Andreas vive el dolor de la muerte cercana y segura, la muerte de los condenados a muerte, a los que nada importa qué ocurrirá después de su último suspiro, si seguirá habiendo guerra o quién ganará. Lo único que importa es el plazo que le queda de vida, el sistema atroz que lo mantiene en ese tren matadero por un exceso de obediencia, como si nunca hubiera existido la paz ni la libertad. ¿Cuántas horas le quedarán de vida al soldado Andreas? ¿ Y al resto de sus compañeros, a todos los soldados alemanes que están luchando por una causa que ya desconocen, a todos los soldados de todas las guerras que un día se montan en un tren y van destinados a un lugar del cual no saben si volverán? Ni siquiera les queda el recurso de las lágrimas, ni siquiera llorar les sirve para nada.

Algunas cosas, de repente, revisten una importancia inusitada. Por ejemplo, comer caliente, el sabor del pan con mantequilla, dormir en una cama, pero sólo les faltan unas horas para morir, ¿cómo se le ocurre pensar en cosas tan banales cuando lo único que podrían hacer es rezar? Pero rezar, ¿sirve para algo? ¿Existe algo que sea un consuelo para ellos, cuando lo único que tienen para defenderse es un fusil y sus propios cuerpos?

Entonces es cuando descubren que la vida es hermosa, o mejor dicho, que era hermosa, que son unos desagradecidos por haber negado la alegría y que la vida es bella. Se han dado cuenta demasiado tarde, todo es confuso, se inculpan por haberse sentido desgraciados. Esta es la única verdad mientras el tren circula hacia su destino: que sólo existe el dolor cuando se ha descubierto la verdad en medio del horror. El tren llega puntual a su cita. Este doloroso viaje de Andreas va desvelándose como una reflexión sobre la vida y la muerte, sobre el amor, así como sobre el verdadero papel de la religión y la sociedad en general en una situación extrema, como es la guerra.

En su primera obra el escritor alemán demostró una sorprendente capacidad para observar y comprender en toda su complejidad esa sociedad germana que tan bien retrató en cada una de sus obras.

Böll nació en Colonia en 1917  y murió en Langenbroich en 1985. Hijo de un escultor, terminada la escuela inició su aprendizaje como librero. En 1938-1939 tuvo que prestar el servicio de trabajo. Concluido éste, comenzó a asistir a la universidad, pero en el verano de 1939 entró en el ejército hasta el final de la guerra y estuvo prisionero en un campo estadounidense en el este de Francia. En 1945 volvió a Colonia, reconstruye su casa, destrozada por los bombardeos, experimenta el dolor de la muerte de su primer hijo y se refugia en la escritura.  Estudió lengua y literatura alemanas, al tiempo que trabajaba en una ebanistería, y en 1947 empezó a publicar en prensa y a escribir dramas radiofónicos. Desde 1951 se dedicó a escribir y traducir y pasó largas temporadas en Irlanda.

La escritura de Böll está marcada por su experiencia como soldado y, después, por la reconstrucción de Alemania enmarcada en el enfrentamiento Este-Oeste y el predominio conservador. Católico profundo y militante, criticó con dureza a las instituciones, muy especialmente a las eclesiásticas, en una firme defensa de las minorías y de los valores humanos.

A una primera etapa creativa, en la que hizo una "literatura de guerra, ruinas y retorno a la patria", según declaraciones propias, se adscriben una serie de relatos y novelas breves que evocan la atroz experiencia del conflicto bélico y las penurias de la posguerra inmediata.

Su gran novela, "Confesiones de un payaso" está considerada un clásico del siglo XX.

jueves, 13 de febrero de 2014

"Amor perdurable" o el Sindrome de Clérambault, de McEwan


Hay argumentos de novela que parecen encargados al servicio de cualquier teoría; se resisten a dejar entrar al puro gozo de la ficción, que eso debe ser el arte de novelar. Y eso sucede con la novela de McEwan, “Amor perdurable”, (1997) (Amor perdurable es solo una de las posibles traducciones del original Enduring Love.  Otra opción sería Soportando el amor)  Mi sensación cuando leo sus novelas es cambiante. Unas me han gustado, son excelentes; otras , me han decepcionado, como esta que comento, como me ha pasado con “Operación dulce”, la última publicada en español. Me quedo con “Expiación”, “Sábado”, “Amsterdam” o “Los niños en el tiempo”

Sobre “Amor perdurable”,  deja de ser interesante el tema, si bien, lectura se hace lenta y pesada. Sobran páginas. Es un esfuerzo demasiado técnico para explicar el Síndrome de Clérambault, descrito en las Guías de Clasificación de las Enfermedades Mentales con el nombre de Trastorno Delirante Tipo Erotomaníaco. Quien lo sufre este tiene la convicción de que tiene una relación de Amor Imposible con un persona generalmente de una posición social superior que resulta inalcanzable. Además, suele ser a esta persona a quien se atribuye haber dado los primeros pasos y quien ha dado pie a esta relación. Quien sufre este tipo de delirio verá pruebas del amor que le manifiesta su ‘pareja’ en el acto más insignificante que éste realice. Y como se trata de un delirio, estas ideas son fijas, permanentes e irreductibles a la argumentación lógica; es decir, que por muchas pruebas que tenga en contra de esta idea delirante no se va a convencer de lo irreal de la misma.
Si se sabe lo que es la enfermedad, el libro se hace aburrido; si no se sabe, decepciona también. La historia cuenta la perfecta felicidad matrimonial de una pareja de intelectuales londinenses se viene abajo con la aparición en sus vidas de una misteriosa figura mesiánica a raíz de un grotesco accidente de globo del que todos ellos fueron testigos.  Un libro primorosamente escrito que cuenta una historia absurda y aburrida.

domingo, 9 de febrero de 2014

Pedro Vallin, en La Vanguardia hoy: Rouco, el sueño restaurador


TENDENCIAS

Juan Rubio realiza un retrato del plenipotenciario cardenal, hombre de Juan Pablo II en Madrid, que soñó con una restauración de la España católica
Rouco, el sueño restaurador

PEDRO VALLÍN
Madrid

La tentación simplificadora es magnética pues ayuda a entender un mundo crecientemente complejo y exigente. Pero a menudo, si no siempre, supone una traición a la verdad. Ese vicio (la pereza, por ser precisos) ha arrojado un retrato público del cardenal Antonio María Rouco Varela como el de un ultraortodoxo, un fanático, cuando no un ultraderechista. El fin de la era Rouco (Península), de Juan Rubio (Fuerte del Rey, 1958), es un relato y un retrato, tan reacio a la laudatio acrítica como a la demonización interesada del recorrido de un hombre culto, astuto, esquivo y poderoso que ha dirigido con mano de hierro la Conferencia Episcopal según la encomienda restauradora -o contrarreformista, la precisión la ponga cada cual- que hiciera Juan Pablo II.

Rubio, director de la revista cristiana Vida Nueva, arranca con la elocuente anécdota del encuentro entre el cardenal Tarancón, en retirada, y el papa Wojtyla, en 1982. La obsesión anticomunista del polaco enmudeció cualquier halago al relevante papel del carismático cardenal en la transición democrática española. La encomienda era muy otra: contener el socialcomunismo y la secularización de España. Esa obsesión vaticana fue la que llevó, a corto plazo, a Ángel Suquía a la Conferencia Episcopal (1987-1993), y a medio, pavimentó el ascenso del gallego Antonio Rouco -que sucedería a Elías Yanes (1993-1999)- tanto como condicionó su mandato, que ahora cesa.

Rubio pone mucho empeño en describir el contexto diocesano que llevó a Rouco al poder, pero también sus atributos y maneras, padres del éxito que obtuvo en muchos de sus propósitos y del fracaso parcial de sus tres objetivos más ambiciosos: la modificación del mapa de la enseñanza universitaria religiosa, apoyando a la universidad madrileña San Dámaso en detrimento de las más venerables de Salamanca, Bilbao y Pamplona. "Una de las graves preocupaciones, además de la escasez de clero, era su formación teológica progresista", explica Rubio.

En segundo lugar, la consolidación de una plataforma mediática católica, apoyada sobre todo en la Cope, una tarea en la que el éxito inicial acabó volviéndose un desastre y obligó a una sonora rectificación. Rouco aspiró a ser Herrera Oria y acabó convertido en un pequeño ciudadano Kane, dice Rubio citando al periodista José Antonio Zarzalejos, una de las víctimas de lo que el autor denomina "la pesadilla diaria" de la Cope, en alusión a la intemperancia de Federico Jiménez Losantos.

Y, en tercer lugar, recolocar a la Iglesia católica en el mapa de la política española como actor indiscutido, propósito de resultado extraño, pues de los tres presidentes de Gobierno con los que ha convivido Rouco, ha sido Zapatero -contra cuyas leyes puso en la calle a un sector de los creyentes, obispos incluidos- con quien acabó teniendo la relación más fluida (y no Aznar ni Rajoy), aunque fuera por un mutuo pacto de no agresión que evitó el descalabro logístico y financiero de la gran culminación de la era Rouco, su sueño glorioso: la JMJ del 2011 en Madrid.

Trufado de jugosos testimonios vaticanos y diocesanos, el libro ofrece claves -germanas y jurídicas- del talante del cardenal, al tiempo que ilustra su obsesión por el poder, su desdén a las órdenes religiosas, su simpatía por los nuevos movimientos y su avezado manejo de los nombramientos de obispos. Con una salvedad, las escurridizas diócesis catalanas, que siempre fueron "una asignatura pendiente para él".