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domingo, 16 de septiembre de 2012

Todo arrancó con un “discorsseto”


CAPITULO DEL LIBRO

"Hubo una vez un Concilio...Carta a un joven que no conoció el Vaticano II"

Te cuento cómo empezó todo. Fue una mañana de enero, el día 25, en la basílica de San Pablo Extramuros, en Roma. Corría el año 1959. Hay cosas importantes que se anuncian de la forma más sencilla y, como sabes, hay cosas que son simples y se les adorna de un boato excesivo. El anuncio del Vaticano II llegó como la brisa suave y sencilla. Hubo quien lo calificó de un anuncio “inesperado, imprevisto y sorprendente“. Inesperado porque es verdad que nadie esperaba aquella fría mañana de invierno y fuera de los muros del Vaticano, un anuncio del Papa de tal envergadura; imprevisto porque se había saltado las férreas agendas vaticanas, tan medidas y controladas; y sorprendente, porque fue una verdadera sorpresa para todos, incluidos los cardenales que, como más tarde dijo el pontífice, reaccionaron “con un impresionante y devoto silencio”. No fue un anuncio adornado por la parafernalia vaticana habitual. Además, el lugar, fuera de los muros vaticanos, junto a la tumba del Apóstol de los Gentiles, en la Basílica de San Pablo, venía a ser como un signo: la Iglesia no debe quedar encerrada en los cenáculos; hay que salir a los caminos, como Pablo. Todo un indicador de lo que la asamblea conciliar desarrollaría más tarde. Te hablaré de qué es un concilio y de cómo éste fue especial y por qué.

Pero no creas que por ser tímida en la forma, era también en el contenido y que estaba impregnada de miedo o de dudas sobre su oportunidad por parte del Papa. No, ni mucho menos. Se hizo desde la sencillez, pero también desde la clara determinación, después de mucho tiempo dándole vueltas en la cabeza de aquel Papa bueno, en la oración y el consejo. Quizá te haya pasado también a ti algunas veces eso. Llevas tiempo dándole vueltas a algo importante, ves las dudas, las certezas, los problemas, las dificultades, pero al final, te decides en unos minutos. Vas y lo sueltas sin darle mucha importancia, y se arma el revuelo. Algo de eso pasó con el primer anuncio del Concilio. Todo empezó con un pequeño discurso, un “discorsetto” que dicen los italianos, a modo de charla, sin el rango de gran discurso. El Papa lo tenía claro y lo soltó con esa claridad, pero también con firmeza. Empezó diciendo: “Pronuncio ante ustedes, cierto, temblando con un poco de conmoción, pero al mismo tiempo con humilde resolución de propósito, la propuesta de llevar a cabo un Concilio Ecuménico para la Iglesia Universal”. Ya ves. Temblando, dice, como los que se sienten pequeños y sencillos, pero también dice que con “humilde resolución de propósito”, con valentía, porque las cosas las tenía claras. La propuesta era un concilio ecuménico. Me imagino al Papa anciano y bueno en aquella fría mañana de enero. Me lo imagino seguro pero delicado al proponerlo. El último concilio se había celebrado poco menos de un siglo antes, entre 1869 y 1870. Acabó como el Rosario de la Aurora, que dicen en mi tierra. El último día, los obispos tuvieron que huir en medio de una impresionante tormenta con las tropas de Garibaldi rodeando Roma. Garibaldi estaba a las puertas de la Ciudad y la unidad de Italia era el objetivo. Los Estados Pontificios eran el último bastión a batir. Ya ves.

Pero volvamos al bueno del papa Juan. Imagínate el revuelo que se armó. Un Papa recién llegado y ya anciano, aprovecha una salida fuera de la basílica del Vaticano y en unas dependencias del templo, ante un grupo de cardenales, les dice que va a convocar nada más y nada menos que un Concilio. Pero así se las gastaba aquel hombre tan querido por la gente al que llamaban “El párroco del mundo”.

El día de ese ya famoso “discorsetto” fue el 25 de enero de 1959. El papa Juan XXIII, que había sido elegido en el cónclave de octubre de 1958, acudía por primera vez a la celebración de la fiesta de la conversión de san Pablo en la basílica de San Pablo Extramuros, en Roma, la segunda más grande las cuatro grandes basílicas romanas, situada a once kilómetros del Vaticano y lugar en el que, según las últimas investigaciones arqueológicas, se encuentra el sepulcro del apóstol Pablo, lugar de culto de la primitiva Iglesia. Para ese día, el Papa había convocado un consistorio de cardenales, una reunión en la que él suele consultar o informar de asuntos de importancia para la vida eclesial. Habían pasado tan solo unos meses desde su elección y muchos creyeron que se trataría de unas primeras actuaciones que el nuevo Papa quería dar a conocer y de algunos nombramientos. Es la curiosidad de los primeros cien días que a todo gobernante se le conceden antes de evaluar su labor. Era el momento quizás de saber por dónde tiraría el anciano patriarca de Venecia, Ángelo Roncalli, ahora ya sucesor de Pedro, y en el que contemplaban una etapa de transición. Me cuenta un amigo que ese día, después del anuncio, paseaba con un cardenal que no salía de su asombro ante el anuncio y que, aunque después fue uno de los que aceptaron la reforma, creía aquello una locura.

El que fuera secretario personal del Papa, monseñor Capovilla, contó más tarde cómo se desarrolló aquella mañana que cambiaría el rumbo de la vida de la Iglesia. Estas fueron sus palabras:

“Fue un día como los demás. Se levantó el pontífice como de costumbre a las cuatro, hizo sus devociones, celebró la Misa y asistió después a la mía. Se retiró a continuación a la salita de comer para la primera colación, dio una ojeada a los periódicos y quiso revisar el borrador de los discursos que había preparado. A las diez partimos para la Basílica de San Pablo Extramuros. La primera parte de la ceremonia duró de las diez y media hasta la una. Entonces entramos en la sala de los monjes benedictinos, nos retiramos todos y quedó el Papa con los cardenales. Leyó el discursito que había preparado, digo discorsetto porque así lo definió él mismo, y en un cuarto de hora estaba todo terminado. Pocos minutos después se difundía por el mundo la noticia del Concilio ecuménico”.

Ya ves, amigo. Hay cosas importantes que, maduradas, no necesitan muchas explicaciones. El anuncio no lo dijo durante la celebración de la Misa, sino en unas dependencias aparte y duró un escaso cuarto de hora. Con la sencillez que caracterizaba al bueno del Papa Juan. Esta manera de empezar desde la sencillez ya fue una clave importante. Lo decía con temblor, con humildad, con cierto rubor, pero lo hacía con firme resolución. Hay cosas que deben hacerse con firmeza, aunque nazcan de la sencillez del corazón. Son las cosas importantes. No esperaban que con una edad avanzada, se atreviera a convocar nada más y nada menos que un concilio ecuménico. Las reacciones no de dejaron esperar. Aunque los medios de comunicación mundiales se hicieron eco con grandes titulares, el periódico oficial de la Santa Sede, L´Osservatore Romano fue parco y discreto. Solo emitió la nota oficial de la Secretaría de Estado.

No es fácil imaginarse cómo aquel anuncio sorprendió a muchos, no solo en el Vaticano, sino también en otros países del mundo. Es importante saberlo para poder entender las reacciones a este pequeño discurso con la propuesta del Papa. Las cosas estaban cambiando en Europa y se abrían nuevos desafíos asociados a cambios políticos, sociales, económicos y tecnológicos. La Segunda Guerra Mundial, uno de los acontecimientos más dolorosos de la historia, había hecho cambiar muchas cosas. Todos se preguntaban qué hacer: y la Iglesia, siempre atenta a las realidades del mundo, también se preguntaba cómo hacer para que el mensaje de Jesucristo llegara con fuerza y realismo a todos los hombres y mujeres y a todos los lugares en aquella hora. No es cosa fácil en una institución tan cerrada a veces. Hubo entre los cardenales, algunos que se sonreían ante este anuncio y creían que era un trámite; otros llegaron a temer que se produjeran cambios poco medidos y muy pocos esperaban que saliera de él una reforma tan importante como la que se llevó a cabo. Había que poner al día a la Iglesia, abriéndose al mundo, actualizando su vida y renovando sus formas y lenguaje.

Una anécdota con sabor español. Los obispos españoles estaban en otra onda. La mayoría de ellos andaban ocupados en la reconstrucción espiritual de España, tras la guerra y habían sido elegidos con ese propósito y dentro de los parámetros conservadores. Les pilló bastante desprevenidos. No tuvieron, salvo raras excepciones, un papel destacado, pero no dejaron de ser obedientes e hicieron esfuerzos de adaptación realmente asombrosos. Cuando se iban de las diócesis a las sesiones conciliares, organizaban grandes actos de despedida con la parafernalia propia de la época. Es curioso que, cuando volvieron, lo hacían sigilosamente en el tren y sin recibimiento alguno. Se iban con unas ropas, de morado y birrete; y volvían con otras más sencillas, con la sotana y el pectoral. La anécdota tiene que ver con esa sensación que había, tras el anuncio que hizo el Papa. Se creía que aquello seria cosa rápida y que el concilio duraría unos meses. Un obispo español le respondía a su secretario personal que le preguntaba si debía preparar mucho o poco equipaje: “No te preocupes; echa poco. Esto durará solo un mes”. No sabía el prelado que tardaría varios años y que volverían a Roma muchas veces y por largas temporadas.

Pero no quiero dejar de contarte, siguiendo en este hilo de cómo el Vaticano II nació desde la sencillez y la responsabilidad pastoral del Papa (es ahí en dónde mejor se aprecia la acción del Espíritu en su Iglesia), otra anécdota que tuvo lugar justo unas horas después de la inauguración oficial de la asamblea sinodal en la noche del 11 de octubre de 1962, tres años después de aquel pequeño “discorsetto” en san Pablo Extramuros. Muestra cómo el Papa entendía este acontecimiento. Juan XXIII ya sabía que estaba enfermo. Le había dicho a su médico: “Profesor, no se preocupe excesivamente de mi. Tengo siempre las maletas preparadas”. Ese día el Papa estaba cansado después de la ceremonia de inauguración, esplendorosa sin duda. Asistieron unos 2.500 obispos con sus mitras, sus capas, su colorido. Una ceremonia muy larga para un papa ya enfermo. Cuando llegó la tarde, el Papa se retiró en silencio a la capilla a rezar. Al poco salió para cenar y su secretario le dijo que la gente seguía en la plaza rezando y cantando con entusiasmo. No querían marcharse. Descorrió las cortinas y contempló el brillante espectáculo. Al rato le pidió que abriera la ventana y que preparara todo para un discurso improvisado. Con voz firme y entrañable, esa voz tan bergamesca que le confería un acento peculiar, el Papa pronunció unas palabras llenas de ternura. Asomaba en él la misma sencillez, pero también con la misma resolución del primer día. A lo que dijo se le ha llamado el “discurso de la luna”, otro discorsetto más. Estas fueron sus palabras:

“Queridos hijos escucho sus voces. La mía es una sola voz, pero resume la voz del mundo entero; de hecho hoy, todo el mundo está representado aquí. Se diría que hasta la luna está contenta esta noche. Mírenla cómo desde arriba observa este espectáculo, tan grande que la Basílica de San Pedro, que ya tiene 4 siglos de historia, no ha podido contemplar. Mi persona no cuenta nada, es un hermano que os habla, convertido en padre por la voluntad de Nuestro Señor, pero todo junto paternidad y fraternidad son gracia de Dios. Hagamos honor a la impresión de esta noche y llevémonos por nuestros sentimientos como ahora los seguimos delante del cielo y de la tierra. Fe, esperanza, caridad, amor de Dios y amor a los hermanos y así ayudar todos a la santa paz del señor, por la gloria de Dios y de los hombres de buena voluntad. Al volver a sus casas encontrarán a sus niños. Denles una caricia a sus niños y díganles: ‘ésta es la caricia del papa’. Quizás encuentren alguna lágrima para enjugar. Digan para los que sufren una palabra de aliento. Sepan los afligidos que el papa está con sus hijos, especialmente en las horas del dolor y de la amargura."

Aquello cautivó a los romanos que sintieron más que nunca la cercanía del Papa bueno….Empezaba el Concilio con la mirada puesta en los niños. Yo era un niño entonces. Tenía tan solo cuatro años. Un poco más mayor recuerdo en aquella televisión en blanco y negro, de las primeras que llegaron a mi pueblo, la ceremonia de clausura, impresionante. Son mis primeros recuerdos televisivos. Yo he crecido a la sombra de ese gozoso acontecimiento y te escribo esta carta para contarte estas cosas, para que no las olvides y para que nadie te de gato por liebre.

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