Allí estaba, sentada en su portal. La niña
reía con una sonrisa blanca y fascinante. Le habían hablado de los tres magos
que llegaban por la noche para colmarla de regalos. Ella no sabía si era blanca
la barba de Melchor, ni cetrina la tez de Baltasar, ni grisáceos los pelos de
Gaspar. No podía saberlo; no podía verlos. Una chispa de luz recorrió sus
ojos. Fue una ráfaga veloz y rauda, como un instante de eternidad. Decía Freud
que la eternidad debe de ser una luz tan blanca que te impide ver lo que tienes
al lado. No necesitó nada más para entender la vida de pronto. Le vino en
pequeños grumos, salteados, esparcidos, unos destellos que la estremecieron
porque tenían la forma de las caricias. Estaba sola en aquel portal; y era
ciega. Esperaba a su madre que no había vuelto aún del trabajo, aquella casa en
la que limpiaba y cuidaba a un anciano. Era tarde; nunca se retrasaba. Y la
niña, aunque no veía que era de noche, sentía que el reloj corría. No podía
saber que aquella tarde, los dueños de la casa, que estaba bien lejos y que le
llevaba llegar una hora de metro, le habían pedido que se quedara un poco más
para recoger los envoltorios de los regalos de reyes de sus hijos. A ella, un
cheque de 20 euros como regalo , “para las rebajas del Corte Inglés”, le dijeron.
También su padre tardaría en volver. Ya sabía que no lo haría hasta mañana, ya
tarde. Conducía un camión a Centroeuropa. La abuela había viajado unos días al
pueblo. Su hermano, mayor que ella, andaba echando horas en un bar de otro
barrio lejos. Después saldría de copas con los amigos.
Ella estaba sola, esperando y ya casi
desesperando en aquel portal frio. No podía ver la magia de la cabalgata pasar
muy cerca, ni en la televisión, pero una luz intensa se apoderó de su interior
en aquel momento. Sintió una caricia en la cara, y en la nuca y un susurro
llegó su oído. Era su regalo de reyes
aquel día. No podía ver la noche azul, redonda, inmensa y tachonada de
estrellas. Sintió el tacto de una mano. Para ella, el paraíso tiene nombre de
tacto en donde está el amor y la inteligencia. No necesitaba ver a los suyos,
pero sí sentirlos, olerlos, oír las pisadas , la llave de la casa abrir, el
grifo haciendo correr el agua…. Para qué quería la vista. Hay cosas que solo se
ven con el corazón. Para qué quería el oído. Muchas de las cosas que oía la
ponían triste. El olfato no le convencía, era nauseabundo a veces. Y el gusto
se le volvía supersticioso e inconstante. Prefería el tacto.
Pero aquella noche había muchas hadas
revoloteando por los tejados, bailando y con aire bullicioso y alegre. Podía
oír su música. Una de las hadas se acercó y la tocó. Sintió frio, pero escuchó
el regalo que le ofrecía: poder ver los colores de forma distinta a como los
ven todos. Pero ella prefirió le dijo que no, que no quería ese regalo, que la
dejara como estaba, en su oscuridad llena de luz. Quería seguir sintiendo
el abrazo cálido y afectuoso de las manos. No quiso desprenderse de la riqueza
de sus formas y de la expresividad y plenitud de un apretón de manos y de una caricia.
Manos que labran , talan, cortan, acarician, fabrican, pintan….”Gracias, hada,
pero quiero seguir viendo, oyendo, oliendo, paladeando con la fuerza de las
manos”. Y el hada se marchó, mientras una sonrisa abierta y luminosa salía de
los cuencos vacíos de aquella mirada infinita.
Cuando su madre llego, vio a la niña
sentada en el sillón, acariciando lentamente el lomo de un libro. No sabía cuál
era. La madre lo cogió y leyó el título: “ El Principito”. Lo tenía abierto por
el capítulo diez. Y le preguntó su madre quién le había dado el libro y quien
se lo había abierto por esa pagina. Ella no lo sabia, pero se sentía muy feliz.
Y la madre le leyó un texto subrayado….
“He aquí mi
secreto, que no puede ser más simple : sólo con el corazón se puede ver
bien; lo esencial es invisible para los ojos.”
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