“Y llegó el día en que el riesgo de
permanecer bien abrigado en el capullo era más doloroso que el requerido para
florecer.”
Anaïs Nin
I
Está claro que todo
en la vida, lo bueno y lo malo, es cosa del tiempo. Creo que fue la Yourcenar
la que dijo que era el mejor escultor. Estuve un año planeando aquel viaje y en
media hora se me fue de las manos. Y todo por una casualidad, un capricho, o
quién sabe si cosa de la suerte. El tiempo que me llevó, sin éxito,
convencerla, me cambió la vida entera. No hubo manera de hacerle ver que el
titular de la tarjeta de embarque era yo, el mismo que aparecía como titular
del pasaporte. No tenía carnet de identidad. Hacía meses que lo había perdido y
solo pensar en las colas de la comisaria de Santa Engracia, por Alonso Martínez,
me ponía de los nervios. Y es que en el fondo, me gustaba aquel pasaporte
manoseado, sucio, de color tinto, con las letras doradas ya desgastadas y estampado
con sellos de los países que visité. Cada sello era un pellizco a la memoria. Y
me gustaba, cómo no, aquella foto; o mejor dicho, el día que me la hice para
renovarlo, hace ya de eso diez años. Entonces tenía treinta y ni barba, ni
gafas ni este pelo canoso. “¡No es usted;
este señor no es usted ¡ Aquí pone un nombre y en el pasaporte otro; además
este señor de la fotografía no es usted.” Era la voz chillona, atiplada,
con acento entre colombiano o ecuatoriano, vete a saber, que negaba mi
identidad con una autoridad espantosa.
Era mayo, acababa de cumplir cuarenta años, había dejado el
trabajo y me disponía a viajar a Berlín con un billete regalado. Allí estaba
yo, en la cola de la puerta de embarque de la T-4, en Barajas, con una cara de
bobo, una mochila de mano ,y sin tiempo que perder. Detrás, una señora con un
niño dándome puntapiés, un viejo serio y con cara de pocos amigos, y un joven
que ya se había quitado el cinturón y el reloj y con el portátil en una mano y
el Ipad en otro, miraba a las
bandejas como si no se las fueran a robar todas. Y también estaba ella, todo un
monumento a las normas de aviación; uniformada, pequeña y rellena, con gafas de
pasta y los labios pintados. Era la reina de aquellos metros cuadrados. No
parecía importarle que yo perdiera mi vuelo. Qué sabe un uniforme, que al fin
al cabo es una segunda piel, lo que esconde la primera, la que vale, la que
escuece, la pica, la que suda y se estremece. Me hice a un lado. Si no lo hago,
me atropella aquella jauría de viajeros con prisa. Me agaché y busqué en la
mochila algún documento que dijera que era yo, el mismo que viste y calza, y
que al que ahora se le niega la identidad. Rebusqué en la cartera. “Relojes, ordenadores, cinturones, por
favor, a la bandeja”, repetía como un loro la del uniforme. De pronto,
paraba y , sin mirarme, volvía a la carga: “Señor,
no moleste y vaya a la policía y aclare esto. No puedo dejarlo pasar.” Abrí
la cartera y saltaron por el suelo el carnet de conducir, las tarjetas de
crédito, y esas otras que te endosan, aunque solo sea por comprar un perfume,
unos pantalones o un disco. Un mundo de tarjetas y de uniformes. Nada la hacía
cambiar de idea, porque en todas ponía el mismo nombre: José Amancio Ortega
Prada. Sí. Y nada tengo que ver ni con el rico empresario gallego, ni con el
cantautor. En la tarjeta de embarque solo ponía Amancio. Aquella reina del
mambo no tenía ni idea. Y para colmo, me manda a la policía; más uniformes. Grité,
protesté, alcé la voz y lo único que me llevé fue que unos guardias de
seguridad, también de uniforme, acudieran
en ayuda de aquella energúmena. Y entonces fue cuando me sentí un delincuente, un
estafador, un falsario, un prófugo que intentaba camuflar su identidad. Escoltado,
aunque sin las esposas rodeando las muñecas, me llevaron a la policía. Se salió
con la suya. Ya se ha quedado en paz.
Y allí, en una ventanilla, a esperar de
nuevo la cola. Unos turistas habían extraviado la maleta y una chica denunciaba
que le habían dado un tirón al bolso y había perdido la documentación. Como en la puerta del infierno de Dante, abandoné
toda esperanza de llegar con tiempo para el vuelo. Y, como siempre me pasa
cuando las cosas se tuercen, me dio por pensar en lo que vendría: la línea del
ordenador de la policía se abría caído, la impresora en donde debían hacerme un
certificado diciendo que era yo, no tenia tinta; me la harían a mano y lo más
seguro es que nadie entendiera la letra del guardia de turno. Con suerte
lograría que pusiera bien claro que el titular de los “sendos documentos”,
porque así son de cursi estas cosas oficiales, era el mismo. Cavilaba en esas
divagaciones para distraerme, cuando, a bocajarro, con los codos en la
ventanilla, un policía con cara de no haber dormido, unas gafas sucias y un
bigote sin recortar, me preguntó qué quería, quién era y que me identificara. ¡
Vete a saber quién soy ¡. Fue en ese momento cuando me di cuenta que no, que
aquel no era yo. Y que a eso iba a Berlín, a buscarme, pero explicar eso a los
uniformes eran tan difícil.
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