Hay que cuidar en la celebración de Tarragona de
este domingo que no vuelvan los tambores de guerra y la ideologización,
una vez más, oscurezca la verdad, ofuscados por la gotas de sangre jacobina. Cuidar
para que no vuelva la historia como
arma arrojadiza y volver a tirarnos los muertos a la cara. Soy
partidario de la memoria agradecida, no de una ley de punto y final que
oscurezca la memoria y la entierre. Aviso de navegantes. Una memoria que ponga
a cada uno en su sitio, pero ¡fueron tantos¡, uno se estremece recordando las
checas en sórdidos edificios madrileños, como se estremece viendo clérigos
bendiciendo pelotones de fusilamiento. Uno se estremece oyendo en una
atardecida madrileña cantos aguerridos de Cara al Sol en jóvenes
vigorosos, como se estremece al ver en manifestaciones contra la crisis
cartelas incitando al odio e incitando a la violencia. O escuchar en cadenas de
televisión, propiedad de la Iglesia, usando lenguajes violentos que incitan al
enfrentamiento
En Tarragona serán beatificados muchos de quienes
murieron en los duros años treinta del siglo pasado por “odio a la fe”.
Aquella “locura nacional”, en palabras de Maritain, dejó un surco de sangre y
lágrimas en el suelo español. Murieron por su fe muchas buenas gentes por el simple
hecho de llevar al cuello un crucifijo o por haber pertenecido a un sindicato
de izquierdas. Las sacas de presos, los fusilamientos masivos en represalia,
los duros aniquilamientos de un lado y de otro, sembraron este país de muerte y
dolor. En Los grandes cementerios bajo la luna, el escritor Bernanos,
sacó la pluma para denunciar la barbarie en nombre de Dios. Otros, desde la
orilla creyente tuvieron que gritar un ¡ basta ya! Que resonó en muchas
cancillerías europeas, tan católicas ellas. Se ha escrito mucho, se ha
desvariado no poco y se ha cargado de pólvora la mente de muchos jóvenes en
este país nuestro de daga y cuchillo en la boca.
Se ha buscado una beatificación masiva. Todas
las instituciones tiene el derecho propio a venerar, homenajear a su manera, y
ensalzar las virtudes de sus gentes. La Iglesia también. Mucho deberá afinar la
Iglesia para que el acto sirva para limar asperezas, pasado ya el tiempo,
recuperada la memoria de todos por vías legales distintas. Mucho deberá afinar
la Iglesia para que en este acto no asome la sangre ya seca, sino el testimonio
veraz. Mucho deberá afinar la Iglesia
para que nadie, ni de un lado ni de otro, la use. Como mucho deberá
seguir cuidando otra parte de la sociedad para no seguir respetando aquella otra
sangre. Todos tuvieron sus mártires y cada uno tiene derecho a pasearlos, pero
con vergüenza torera. Miedo me da a una parte enseñoreándose sobre la
otra. Miedo me da la utilización de la historia, la nueva estaca sobre la
cabeza que embiste antes de pensar, hueca calavera; miedo me da de quienes
ocultan la verdad histórica de un lado o de otro y niegan el ensañamiento
ideológico de aquellos años. Miedo me
da que vuelva la guerra verbal a nuestros foros y que la verdad tirite.
Cuando
yo era niño conocí a muchas víctimas de la guerra, víctimas del bando
triunfante. Cuando fui mayor pude conocer el llanto y dolor de víctimas
silenciadas en el bando perdedor, gigantes en sus vidas interiores. Es verdad
que había una legitimidad que fue amordazada; es verdad que hubo mucho desdén y
arbitrariedad legal; es verdad que el nombre de Dios se mataba con la misma
fuerza que en nombre de la revolución. Es verdad todo, pero también es verdad
que la sangre derramada clama memoria
más que venganza.
Hay que cuidar que la ceremonia de Tarragona no se
convierta en ariete político. Hay que mirar más al “por qué
murieron” que a “quiénes y por qué los mataron”. Es lo que la película Un
Dios prohibido, sobre los mártires claretianos de Barbastro hace. Ir más
allá de la acusación fácil, de la demagogia, del simple linchamiento ideológico
al que nos veremos avocados en estos meses que anteceden a la masiva
beatificación. Mucho me temo que se desaten las tormentas.
No está
el tiempo para estas alharacas. Me quedo con esta frase de uno de quienes
murieron en julio del 36, el sacerdote linarense Pedro Poveda, decía: “Ahora es
tiempo de redoblar la oración, de sufrir mejor, de derrochar caridad, de hablar
menos, de vivir muy unidos a nuestro Señor, de ser muy prudentes, de con solar
al prójimo, de alentar a los pusilánimes, de prodigar misericordia, de vivir
pendientes de la Providencia, de tener y dar paz”.
Y con eso me basta. También en el
otro bando hubo quienes murieron víctimas de la sinrazón y con una palabra de
paz y perdón en sus labios. Negarlo es grave y solo sirve al atroz
enfrentamiento para el que esta sociedad no está preparada.
Puede ser un momento más
para pedir perdón. Juan Pablo II, con motivo del Jubileo del año 2000, lo hizo,
abrazado a los pies de un inmenso crucifijo. No vale decir que tampoco han
pedido perdón quienes usaron la violencia ciega y el odio a la fe; el perdón es
esencial y nuclear en esa fe por la que tantos murieron perdonando. En la
Asamblea Conjunta de obispos y sacerdotes, a comienzos de los años 70, hubo, en
el texto final, una propuesta que no cuajó: “Si decimos que no hemos pecado,
hacemos a Dios mentiroso y su palabra ya no está con nosotros. Así, pues,
reconocemos humildemente y pedimos perdón porque no supimos a su tiempo ser
verdaderos ministros de reconciliación en el pueblo dividido por una guerra
entre hermanos”. La propuesta contó con el apoyo de más del 60% de la Asamblea,
pero no valió porque se exigían los dos tercios de los sufragios. Bien es
verdad que esta actitud de gracia y perdón está ya muy generalizada y la
Iglesia, de una u otra manera, ya ha venido siendo instrumento de paz y
reconciliación. El acto de este domingo se ha cuidado con esmero para que sea
un gesto más, una palabra más, un servicio más a la paz. –